Una vida consagrada al budō

Sentado frente al kamiza, no soy solo un maestro ni un practicante. Soy un eslabón más en una cadena ininterrumpida de generaciones que han caminado este mismo sendero: el Camino del Guerrero. No el guerrero que busca vencer, sino el que busca despertar.
Décadas han pasado desde que pisé por primera vez el tatami con manos temblorosas y mirada inquieta. Lo que entonces era curiosidad, se volvió camino. Lo que era técnica, se volvió silencio. Y lo que era deseo de fuerza, se volvió necesidad de verdad.
En este espacio sagrado, más allá de las paredes físicas, reside un templo del espíritu. Cada golpe, cada caída, cada respiración dentro del dōjō, ha sido una lección del universo disfrazada de sudor y disciplina. Aquí he reído, sangrado, llorado y, sobre todo, me he vaciado de mí mismo.
El budō auténtico no es una colección de formas. Es una forma de estar en el mundo. Cada kata es una plegaria en movimiento; cada saludo, un gesto de reverencia al misterio de la vida. El dojo no enseña a pelear, enseña a mirar hacia adentro. A enfrentar, con la serenidad de la espada envainada, nuestros propios miedos, apegos y sombras.
He comprendido que el enemigo no está frente a mí. Está en el orgullo que nubla la mente, en la ira que desvía el corazón, en la impaciencia que debilita el alma. El arte es aprender a derrotarlos con compasión, sin violencia, sin ruido. Porque el verdadero guerrero no lucha contra el otro: se transforma a sí mismo.
Con el tiempo, uno deja de buscar el “cómo” y empieza a sentir el “por qué”. El movimiento se convierte en meditación. La práctica diaria, en camino espiritual. Y la enseñanza, en servicio. Porque si algo he aprendido de mis maestros —a quienes honro en este altar— es que el conocimiento solo florece cuando se comparte con humildad.
Hoy, al mirar el reflejo de tantos años de entrega, entiendo que ser maestro no es tener todas las respuestas, sino seguir caminando con la misma entrega del principiante. Mi labor no es enseñar técnicas, sino abrir caminos. No es formar luchadores, sino despertar conciencias.
A mis alumnos, presentes y futuros: que cada vez que entren al dōjō, entren también en sí mismos. Que no olviden que el budō no está en el cinturón, ni en el grado, sino en el modo de vivir, de caminar, de mirar a los demás con respeto, incluso en el conflicto. Que comprendan que la espada más afilada es la claridad, y que el combate más noble es el que se libra sin levantar la mano.
Aquí estoy. No como dueño del conocimiento, sino como su custodio. En este lugar donde la historia y el presente se abrazan, seguiré sentado, respirando, aprendiendo… hasta que el cuerpo me lo permita y el alma lo necesite.
Amhed Betancourt, Shibu- chō
Daito Ryu Aiki-jūjutsu Renshinkan
México, Morelia Branch
[email protected]
www.ensobudodojo.com
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